Imaginemos a Ariadna, una joven con trece añitos, el año de la mala suerte, cuando se cierne sobre ella marzo de 2020: el momento en que nuestras vidas no dejaron de cambiar. Ariadna recibió con secreta alegría la noticia de la suspensión de clases. "Aprovechad", dijo la profesora de Lengua y Literatura, "Aprovechad y leed lo que no os haya dado tiempo en clase". Días después llegó el confinamiento, y la profesora se desentendió durante semanas, comienza el encierro que todos conocemos.
La primera lectura sería la de muchos Whatsapps. Si no podemos decir que todas las cadenas de mensajería instantánea sea literatura es seguro que muchas lo pretenden. Ariadna leería, por tanto, múltiples de estos "relatos breves" que compartían sus tíos y tías por el grupo de familia: chistes, recomendaciones de hábitos, cosas que se decían sobre Wuhan y pasatiempos en general. Después llegarían los primeros intentos frustrados de su madre para que Ariadna lea libros. Recomendaciones todas ellas peregrinas: La peste de Camus, El decamerón de Boccacio. Libros todos que a su madre le gustaría leer y por tanto que su hija también leyera (y que sin embargo ninguna llegó a leer).
Después llegaron las reflexiones. Después de quince o veinte días viendo el sol desde la prisión del cuarto propio, a muchos de los contactos de Ariadna en redes sociales les pareció necesario poner negro sobre blanco lo que les atormentaba, compartirlo con los demás, ya que intuían que podía ser similar. Ariadna leyó por tanto veinte o treinta. Un éxito de lectura, porque supo descifrar correctamente lo que sus iguales querían decir en sus textos y aportar un comentario al menos a cinco o siete de ellos.
Volvieron, pasado casi un mes, las clases de castellano y con ellas las clases y sus lecturas necesarias. Volvió la lectura obligada, una adaptación del Lazarillo, que aburrió a Ariadna por no verse muy relacionada con ello.
Ya bien entrado abril, el abril largo en el que no se sabía nada de mayo ni de junio, su abuelo le pidió que leyera con él el poema "A un olmo" de Antonio Machado. Él, en el hospital, oía tranquilo la voz digital de su nieta retransmitiendo la historia de un árbol casi muerto, un árbol bello. Después de aquel, apareció en sus clases un poema de Miguel Hernández, "Las nanas de la cebolla". Nada más oírlo pensó en llevarlo a su abuelo y nada más su abuelo lo oyó, pensó él en la película La terminal, historia de otro encierro (en un aeropuerto). Esta pasó recomendada del abuelo a la nieta y, después, recomendada por netflix, la niña vio La trinchera infinita, de nuevo en la España de la guerra, de nuevo en el encierro. Y por fin, tras semanas confinada, sin salir de casa más que para sacar la basura, pregunta por un libro que hable de estar atrapado, de no poder salir del lugar donde estás contra tu voluntad.
Después de esto recibe tres recomendaciones. La primera es su profesora de castellano: El diario de Ana Frank. La segunda, su amiga la mística, escuchar la canción de Rosalía "Aunque es de noche" (donde se esconde, como buen místico, el poeta San Juan de la Cruz). Y por último, de su abuelo, la novela El conde de Montecristo, la síntesis de tantos temas de la literatura: el amor, el encierro, la venganza, el tiempo. Llega junio y las puertas se abren, Ariadna sale de casa y deja un atrás su hábito lector, pero no sus lecturas. Ha entendido un problema moral complejo, ha compartido sus sentimientos con hombres y mujeres de su tiempo y de siglos anteriores. Ariadna es mejor lectora que cuando la encerraron.
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